sábado, 30 de julio de 2022

 

TEODORITA Y MARCELINO; MIS LEJANOS COMPADRES

Rodrigo Rieder

En un receso de la vida en pareja y trabajando para El Heraldo haciendo corresponsalías esporádicas se me encargó un trabajo sobre los cantores de la orilla del rio Magdalena, me fui a Talaigua Nueva tras pasar por Mompox y entre lanchas y motos me hicieron arrimar a tierra firme en Pinto.

El área urbana la constituyen los antiguos corregimientos de Pinto y Pinto Nuevo, fusionados como una sola célula urbana que hoy conforma la cabecera municipal, localizada a orillas del Brazo de Mompox del Río Grande de la Magdalena. El área rural la constituyen los corregimientos de Carretal, Cienagueta, Cundinamarca, El Veladero y San Pedro.

Hay un Pinto distinto y el antiguo que en épocas de invierno y cuando el río crece sus moradores se trasladan al nuevo Pinto. Teodorita había residido en Codazzi en tiempos de su bonanza algodonero, Marcelino su esposo trabajó con los hermanos Villarreal en algunas fincas algodoneras y ganaderas; luego regresaron a su tierra natal y el volvió a ser pescador y ella la procesadora, comercializadora del producto y administradora del dinero.

PINTO: COMO ES


Llegué a la plaza, una pequeña y cuidada iglesia blanca acompañada por unos patos que volaban alrededor enmarcaban un cuadro visual hermoso, el cielo azul daba la sensación de oler a ozono y unas cuantas personas se asomaban a las puertas para ver quién era yo enfundado en una camisa a cuadros rojos, cachucha del mismo color, pantalones amarillos, una cámara en el hombro y un pequeño maletín.

No vi personas de cabello rubio y creo que no las había en el pueblo, eso concluí porque me miraban con recelo y haciendo énfasis visual en el color amarillo de mi pelo. Pregunté por Teodorita y me respondió un señor que le faltaba un brazo que había perdido al usar dinamita para pescar: -“esa es la mujer de Marcelino; yo lo llevo- respondió.

Caminé dos calles y doblé a la izquierda y luego estaba al frente de una vivienda de color azul turquí con la puerta enmarcada en una lámina de zinc.  –“Compadreeee”- gritó de emoción y nos abrazamos, tomamos tinto en totuma y sentados en un taburete de cuero peludo esperamos a mi compadre Marcelino.

Así es su gente; pescadores, agricultores de pequeñas parcelas, sinceros y francos al hacer sus cosas y viviendo un cambio que les ha permitido cambiar a los burros por las motos como medio de transporte, pero siguen enfrentando las crecidas del río en invierno y mudándose a donde la altura de la tierra se los permite.

MI PESCA


En la noche hablamos de la abundancia del bocachico en tiempos pasados y las pescas que se hacían en las calles del pueblo cuando el Magdalena se desbordaba y que ahora solo eran historias. Nos recostamos en dos sillas-descanso en un amplio patio donde se miraban las estrellas, pero esa noche no estaban; Teodorita nos traía café a cada largo rato dl momento y tras contarle a mi compadre a que iba a Talaigua Nueva me dijo: -“Compadre, yo sé cuánto le gusta la pesca, acompáñeme mañana a la ciénaga y luego se va a escribir sobre las músicas de las viejitas”-

Dormimos un rato en las hamacas mecidas por una brisa suave que entraba por la parte sur del corredor, escuchamos el canto de un gallo y el meció mi colgadero, miré el reloj y eran las cuatro de la mañana; fue a un tanque lleno de agua ubicado bajo un techo que hacía de lavadero de ropa y se bañó con cuatro o cinco totumazos; hice lo mismo, cambié la cachucha por un sombrero alón, me puse unas botas y ahí me fui con el compadre.

Llegamos tarde según concepto de otros pescadores que junto a nosotros amarraban a sus canoas los aparejos y embarcaban agua potable para todo el día, nosotros hicimos lo mismo y en una cava de icopor aseguramos los preparativos que nos entregó Teodorita al salir.

Navegamos impulsados por remos, participé con un alternativo, pero fue muy grande el esfuerzo y me quedé quieto. Entre tarullas, troncos salidos, playitas a la vista, garzas blancas, babillitas pequeñas y patos yuyos llegamos a un paraje y mi compadre se puso de pie tras detener la canoa, alistó su atarraya, se paró sobre los bordes en la proa de la canoa y tras, tiró.

Que bello espectáculo. Al salir impulsada, la red se abrió y dejó ver una luna tenue tras el brillo del sol sobre el copo de unos árboles; volaron pajaritos asustados y sardinitas ariscas brincaron sobre el espejo de agua; mi compadre sonrió, creí en su sonrisa y así fue, poco a poco cobró la red que había ido a lo profundo de la ciénaga y comenzaron a verse los peces, que emoción.

Así lo hizo por varias veces y llenamos un tanquecito verde que yo miré a cada rato para ver por dónde iba, entonces nos arrimamos a la sombre de un árbol del cual supongo en verano se aprovechan las vacas para descansar; esta vez fuimos nosotros.  –“Vamos a desayunar-“ dijo.

Eran las diez y treinta de la mañana, abrió la cava y ahí estaba; Teodorita sabía que a mí me gustaba la yuca con queso rallado, eso había en un pequeño envoltorio, pero el queso estaba en un bloquecito y a su lado estaba el rallador. Tras el movimiento continuo de la canoa cuando mi compadre pasaba el queso por el aparatico la nave no dejó de moverse.

Bueno, pasé un rato diferente en la vida; esa tarde almorcé bocachico frito con yuca y agua de panelas fría, me bañé y esta vez me preparé para tener conversaciones con mi comadre para después salir a hacer lo que correspondía a mi trabajo como periodista, abordé una lancha distinta hacia Talaigua Nueva lleno de nostalgia y convencido de que para ser feliz no se necesita ser adinerado, ni los supermercados cerca, tampoco las corbatas ni las prendas de oro en las orejas o manos de una mujer, es cuestión de actitud, ellos por ejemplo ni se daban cuenta los felices que vivian.