viernes, 8 de septiembre de 2017

UNA RANA ME ENSEÑA


Por Rodrigo Rieder
No es fácil vivir y en medio de ello conquistar la comida diariamente asistiendo los espectáculos de desatinos y los espejismos de engaños y muchas otras cosas que despiertan en cada uno el pesimismo, el dolor y el abatimiento.
La vida es dura pero sabrosa, estando en Valledupar me siento habitando en un nido gigantesco donde siempre siento tibio el cuerpo y tranquila el alma.
En medio del fuerte aguacero me dediqué a mirar el horizonte mientras las ráfagas de brisa me acariciaban  las mejillas y la ropa se mojaba, quise sentir el agua generando frío en el cuerpo y aunque a intervalos me sobresalté con los fuertes truenos, dejé que mis ojos se acostumbraran a los fulgurantes relámpagos previos y al ensordecedor sonido propio de los buenos aguaceros.
El entorno estaba acompañado de la soledad, la oscuridad llegó de pronto en el momento que un relámpago hizo colapsar le energía eléctrica, entonces quise disfrutar con mayor intensidad la torrencial lluvia que  con sus gruesas gotas acompañaban el fuerte ventarrón  que hacía temer lo inesperado, pero sin saber que podría ser.

Una rana blanca igual a mi piel brincó de pronto y desde afuera se adhirió a la puerta, se acomodó y compactó el cuerpo hasta mimetizar su color que desapareció con la oscuridad, unos patos pisingos pasaron volando bajo y luchando con la brisa para posarse a pocos metros de donde los podía ver cada vez que un relámpago alumbraba el largo patio rodeado de trupios  y un guamacho grande que se mecía como con alegría  y  fortaleza recibía los embates del pequeño huracán.
Entre truenos, el sonido del aguacero, el olor a mojado, la vista de los relámpagos, el frio y un horizonte marcado a intermitencia, me di cuenta como mis cinco sentidos percibían el aguacero bendito que caía en mi tierra.
Escampó y comenzó el concierto musical de sapos y ranas,  una tangas acompañaron la sinfonía con sus entorpecidos cantos y me dispuse a salir para regresar a casa; hundí los pies en el barro frágil y caminé con agua a la media pierna hasta donde estaba en vehículo que me llevaría a la residencia y empaque todo en medio de las últimas gotas de lluvia; cuan bella fue la sensación al sentir empapado el cuerpo y con cara al firmamento le di gracias a Dios por permitirme ver y sentir la vida de ésta manera.

Ya conduciendo en mi regreso mis pensamientos siguieron circulando en el entendimiento y me puse a analizar como hubiese sido sentir  este fenómeno natural  encontrándome en la ciudad y encontré que quizás no lo habría disfrutado tanto. Llevaba ganas intensas de tomar un café caliente, de arroparme con una tipia capa de peluche suave y dormirme sin percatarme cuándo  en qué momento se cerrarían los ojos y se apagara el suiche momentáneo de estar viviendo.
Volví al campo al día siguiente donde estuve pasando el aguacero y todo estaba renovado, un espejo de agua cubría el lugar de mis preferencias, cuanta música del cantar de variedades de aves le daban alegría al sitio, una cotorras jugueteaban en el árbol verde ahora reposado y unas mari mulatas hacían el amor sobre una rama seca, tres flores de arbustos recién sembrados regalaron a mi vista una bella combinación con el verdor del pasto simbolizando románticamente una bandera enviada por Dios para mi deleite.
Miré la pared y ahí estaba la ranita que ayer había visto saltar durante el torrente de agua caída del cielo, solo observando con cuidado la pude detallar que no mostraba ojos ni separaciones de miembros, solo  hacia parecer una esponjita gris igual al color de la pared; la tomé con cuidado y su cuerpo frío me sorprendió, brincó desde mi mano y vi sus órganos, antes que desapareciera.
Prendí  un radiecito verde y lo primero que escuché fue la voz del papa Francisco en su visita Colombia; la voz suave y pausada penetró a mis oídos lentamente, escuche cuando decía: "Se necesitan leyes justas que puedan garantizar esa armonía y ayudar a superar los conflictos que han desgarrado esta nación por décadas; leyes que  nazcan de la exigencia pragmática de ordenar la sociedad,  del deseo de resolver las causas estructurales de la pobreza que generan exclusión y violencia".

Volví a mirar alrededor y noté la pureza de la naturaleza, la armonía en sus sonidos, lo dulce del rocío que comenzó a caer, el gratificante aroma de las tres flores recién abiertas y la integralidad del frio cuerpo de la rana involucrado en un panorama construido por Dios para darnos lecciones que la mayoría de las veces no entendemos o ni siquiera nos detenemos a estudiar para poder Entenderlo.

jueves, 3 de agosto de 2017

OSCURIDAD, TAN CLARA COMO LA PUREZA DE LOS PUEBLOS

Por: Rodrigo Rieder

Pueblos del Cesar. Pueblos fantasmas; puede se Llerasca, en Codazzi;  Higoamarillo, en Chimichagua; El Carbonal, en Rió de Oro; La  Guajirita, en Becerril; Las Pitillas, en San Diego; Arjona, en Astrea. En fin todos los pueblos del Cesar, han sido siempre; pueblos del olvido.
Parece que existieran solo en la imaginación distorsionada  de quien regresa de ellos sin analizar el valor que poseen y la calidad de sus habitantes; pueblos  despiertan ahora la perplejidad y el
asombro, sobre todo cuando  los comparamos a cuando estaban vivos en tiempos pasados. Ahora siguen viviendo un mundo aletargado, repleto de maravillas distintas a causa de la modernidad que no pueden asimilar por las limitaciones de sus gentes.

Muchas casas están sin puertas ni ventanas, ya no hay ni ladrones, no se sienten los vientos del soñado progreso en algunos inquietos habitantes, los soles inclementes que calcinan tomateros o
sembrados frágiles al calor; las viviendas están descoloridas y sus fachadas se parecen a las caras de los muertos, las calles permanecen cubiertas de olvido, de escobillas, de bolsas plásticas que
caminan por las calles movidas por el viento, de animales que vagan por sus senderos y de piedras que no duelen a los pies de los caminantes.
Muchas sombreadas esquinas, no tienen el peladero habitual donde jugaron trompo y brincaron sobre peregrinas rayadas en el suelo por los niños y niñas que miran una flor con desconsuelos; se nota el panorama, como una pintura inocente donde buscan refugio los desocupados, que son todos, y se mezclan con las mariposas, los burros, marranos y caballos que vagan por los caminitos, en iguales circunstancias, todos sin oficios.
Ayer regresé de uno de ellos; en mi romántica permanencia me detuve un rato a escuchar el silencio, no percibí, un solo sonido destemplado; música de aves que cruzaban el cielo con direcciones desconocidas, murmullos de personas que hablaban en forma lenta poniéndole  melodía a las frases como si compusiesen canciones a su existencia.
Vi muchas personas en la tarde, sentadas en los bordillos esperaban la noche, ancianos que en sus taburetes rumiando sus pasados, observé mujeres englobadas por los embarazos, esperando el momento de inaugurar una nueva vida: Luego también noté a hombres inventores de sus propias labores, tejiendo los descansos y los sueños irrealizables.
En cada pueblo del Cesar no encontré lugar para la codicia, miré una paz acompañando al olvido y a la indiferencia, eso me hizo pensar en las palomas que desgarraban el viento con su vuelo lleno de desatino y desesperanza, igual que la juventud pueblerina que no sabe a donde los lleva su destino o parecido a como se han desgarrado en cada uno de estos sitios, el progreso y la pujanza. Dormí en uno de los pueblos arriba citados, y en esa noche vi descender las estrellas por hilos invisibles repletos de incertidumbre;  me di cuenta que en ese pueblo me encontraba  flotando sobre sombras creadas por Electricaribe sembrando violencia a causa de los constantes apagones, allí no hay paz; como podría haberla en medio de tanta oscuridad en la noche repleta de mechones y lámparas titilantes, ahí palpé los cucullos y las  luciérnagas surcar el calor en los matorrales de un patio cualquiera.
Amaneció despacio y, despacio los labradores, ganaderos y pescadores que se dijeron a sí mismos; no  a marcharse. Se embarcaron en el aire y se dirigieron a sus sembrados, a sus redes de pesca o
corrales para seguir administrando sus pobrezas.
En la mañana después de saludar a los que encontré en mi camino a sentarme en una banqueta, analicé; no tienen monumentos en sus pequeñas plazas, no hay estatuas de ningún material ni de ningún prócer; solo algunas trinitarias que nunca se marchitan y que a pesar de sus espinas no hiere a quien las toca, si no que perfuman los dedos de quien las acaricia; noté a su alrededor como danzan al caminar con inocencia, los muchachos y muchachas que se gustan entre si y, hacen entre ellos, el preámbulo de la diversión que los llevará a fundar otras familias o a sus otras desgracias. Igual a la desgracia de permanecer oscuros en las noches en pleno siglo XXI, solo porque la empresa generadores de energía les dice pícaros y los deja sin el fluido eléctrico.
Hable con alguien y me dijo que éstos pueblos fueron fundados por pastores o labriegos en tiempos remotos y que construyeron las primeras casas con paredes de lana negra; o bien sea la tierra con techos de pétalos de flores filosas en forma de pencas, ahora muertas.


En la otra mañana antes de regresar, fui a un rustico corral construido con alambre de púas y tomé la espuma de la leche  más deliciosa del mundo; estaba manchada con unas gotas de café y adornada con la totuma  más bonita del lugar; cuando monté el equipaje sobre el vehículo, encontré acompañando al maletín; una gallina maniatada, un pequeño costal con yucas y plátanos,  huevos amarrados en forma de ensarta entre majaguas y pescado salado empacados en una caja de cartón. Me estaban regalando parte de sus vidas; para eso viven. Y me pareció el más bello gesto del mundo.
Si hubiésemos visitado una ciudad cualquiera de Colombia, nadie habría agregado nada a nuestro equipaje, si no las quejas y las lamentaciones que nos dejan la modernidad y el cambio permanente que sufre el hombre en su personalidad citadina. Hubiésemos debido comprar, si quisiéramos llevar algo a casa.
Pero lo más hermoso de todo, fue que me traje un bello recuerdo, el cual me dio la idea de sembrar en mi escrito; la solidaridad y el amor que allí vi y viví, la iniciativa de llamar la atención
para que se mire a éstos lugares donde todavía está la pureza de la vida acompañada del olvido, y de la oscuridad, en sus firmes afanes por sembrar desconcierto, resentimiento y violencia en la

condición humana más pura y noble de mi país; la condiciones de los pueblerinos.

domingo, 23 de julio de 2017

GUSTAVO: UN SIMBOLO DE LA PERSONALIDAD Y LA BONDAD DE UN PUEBLO.

Por Rodrigo Rieder

Iniciaba la década de los 60s en mundo occidental y en un rincón de un barrio pobre de invasión que comenzaba a tomar forma, varias familias se iban organizando en  las viviendas que construían con mucho esfuerzo; Valledupar en ese entonces pertenecía al Magdalena y estaba considerada la segunda ciudad del departamento.
Un niño de 5 o 6 años, de tez morena, cruzó de pronto por  el patio de la casa guiando con sus manitas una rueda de caucho de esas que se sacaban de la parte donde  estaba el redondel que hace contacto en el centro de las llantas de los camiones. Emma su madre lo llamó varias veces:              -   Amílcar ven a bañarte.
Juguetón y sonriente el negrito siguió dándole con un palito de madera seca al aro de caucho e imitando al pitirre, unos pajaritos que cantan repetidamente entonaciones que los niños de esas épocas aprendían muy bien. Iba desnudo, atravesaba las calles sin tráfico por el nuevo sector que luego se convirtió en uno de los sectores más grandes y populosos de la capital del Cesar.
Emma Mendoza Romero, tuvo dos hijos: Marilú y Gustavo; a quien inicialmente  le habían asignado el nombre de “Amílcar”, pero todos sus familiares y  compañeros de colegio le aplicaron el mote-matoneo de “MICA”, como diminutivo de su nombre original, pero además burlonamente comparaban el vocablo como la  vasenilla que usaban las mujeres en las noches pera misionar ante la carencia de baños cercanos a los dormitorios y que también se les distinguía con el nombre de “MICA”; igual lo burlaban por ser  la palabra sustantiva de la hembra de los micos que andan en los árboles.

Las Raíces, Los Corazones, Guacoche y Guacochito, corregimientos del norte de Valledupar, vieron a Gustavo correr en sus sabanas comunales, montado en caballos en pelo, o en burros acondicionados con sillones bien ajustados a los lomos de los solípedos en una tierra llena de tunas y cardón donde los rebaños de ovejas y chivos de cuernos filudos se movían libremente. Entre esas localidades hizo estudios primarios inicialmente, después  cursó en Valledupar un bachillerato lleno de solvencias académicas.
Ahí ya  mostró la virtud que le haría triunfador en la vida, una bondad que le permitía regalar desde las “Guaireñas” (especie de sandalias guajiras), lápices y cuadernos a cualquier amigo que  no tuviese cualquier elemento que él tenía en su bolsa de trapo donde apilaba sus útiles escolares y complementos de estudio.
Ya después, familiarmente recibió el remoquete de “El Negro”, Gustavo apreció mucho a su padre Antonio Rodríguez, un ganadero de la zona que mantenía en sus haciendas, los mejores caballos de paso, las vacas más lecheras y los hatos de chivos mejor organizados de la región; andaba en caballos muy hermosos, usaba sombrero, zamarros de cueros y espuelas que sonaban a cada paso cuando se apeaba de los corceles que dejaba amarrados en las puertas de sus amadas mujeres en una zona y una época donde estos menesteres recibían la admiración de todos los congéneres del medio.
Emma, la mamá rebelde, una dama que sabía proteger a los suyos, no tan solo a sus dos hijos, igual lo hacía con sus hermanos: Eliseo, Camilo y Antonio; o con sus sobrinos y primos que hacían de su casa una especie de consulado de Guacochito; allí un café no había que pedirlo, una vez después del saludo, Emma aparecía con una burbujeante taza de café caliente con sabor a ajengibre y un taburete de cuero en la mano para dar la bienvenida a cualquier visitante.
A Emma con el paso de los años comenzaron sus allegados a llamarla “Mema”, murió al lado de su hija Marilú llena de terquedades propias de su senilidad que le trajo amnesia parcial y a ratos. Fue una mujer bondadosa y recta “como todos los Romeros de Guacochito”, así dijo siempre el periodista Ismael Calderón Mendoza, también familiar de “El Negro” Rodríguez.
La vocación de negociante de Gustavo “El Negro” Rodríguez la marcó desde su pubertad, en Valledupar inició con negocios de intercambio inicialmente, luego llegaron cosas muy grandes que lo obligaron a buscar nuevos horizontes; recorrió Maicao, Barranquilla, Santa Marta para aterrizar en Cartagena; allí se rodeó de buenos e ilustres amigos que lo hicieron participe de una sociedad sana, emprendedora, humorística y de buen roce social.
Uno de sus mejores amigos en Cartagena es Roberto Malo, un otorrino que le brindó todo el apoyo necesario para enraizarse en una de las sociedades costeñas más difíciles del país; de él habla en todas sus tertulias y con admiración y respeto narra constantemente anécdotas muy interesantes que junto con Pablo Diaza, Gonzalo Urzola, Mochi Malo, José Martínez viven a cada momento de encuentros que cotidianamente se dan en cualquier sitio de “La Heroica”.
Pero todas esas andanzas de paz, de amistades buenas, de tertulias, negocios y jocosidades no le han podido hacer olvidar los ratos felices de su pasado juvenil y a cada momento saca el tiempo necesario para visitar su terruño.
En Guacochito, Los Corazones, Lar Raices y Guacoche, él es un ídolo de la bondad para sus paisanos; “El Negro” llena unos espacios que a veces son incomprensibles, se sienta bajo una enramada y al rato el lugar está lleno de personas; donde quiera llega siempre habrá un agasajo de quienes lo reciben y que él comparte con los que llegan con su persona; un sancocho de chivo, arepas de queso de primera calidad, pescado, tortuga de mar, peto de maíz y hasta una patilla o sandía es compartida con una dedicación tan especial que todo se siente exquisito y luego los cuentos y las anécdotas.
Esa tarde antes de regresar a Cartagena visitó a un amigo en Las Raices; preguntó anfitrión sobre su salud, miro a sus pies y al verlo sin zapatos, descalzó los suyos y abrió el espacio para que su amigo se calzara; al llegar luego a la tienda del pueblo, solicitó refrescos para repartir entre sus acompañantes  y la señora no quiso recibir  el    dinero del pago de los liquidos; simplemente dijo: “ quien puede cobrarte Negro; si tú no tienes nada tuyo, ahora entiende que todo aquí es tuyo”
De regreso a Guacochito lo esperaba un grupo de amigos y primos para compartir pato al horno, él se acomodó en una banqueta, tocó su barriga y se dijo: “Que vas a hacer ahora Negro, si ya no hay espacio para los patos, bueno, iré al baño a desocupar un poco y abrir el espacio para no despreciar a mi gente”
Descalzo, sonriente y con la satisfacción dibujada en su rostro, vió una cerda amamantando sus marranitos, detuvo un tiempo la vista y se sintió grande por tener tanta riqueza; “Este es mi real patrimonio”, pensó en voz alta y se dijo que cuando llegase a Cartagena, se reuniría con Selfa su esposa para venir con ella a la bella tierra de los pastores que la esclavitud del pasado formó en un rincón de la patria llamada Guacochito.