Aprendiendo de los burros
(Cuento)
Por Rodrigo Rieder Durán
Algunas de las noches eran alumbradas por una luna plomiza; en el potrero se veían los mogotes de paja recortados por la mitad a causa de los mordiscos de quienes se alimentaban con las ásperas hojas. “El Morito”, era un burro de buena alzada, mi abuela lo recibido de su esposo Ulises, quien lo había traído de Guacochito a su regreso de La Jagua del Pilar donde mi tío abuelo Ciro, tenía una recua de bestias en el “Paso del Marquezote”.
“El Morito”, un haragañon versátil, recorría la guardarraya del potrero rebuznando cuando algunos viajeros de paso con sus animales cargados para el pueblo o para sus fincas, circulaban por el camino que pasaba por el frente de la casa de la parcela donde habían sembrados de toda clase de frutales y una acequia refrescaba el ambiente donde en muchas noches vi como se procesaba el jugo de la caña de azúcar y convertido en panelas, luego eran llevadas al mercado al lomo de “El Morito”.
Un domingo en la tarde regresábamos del pueblo y al pasar una acequiecita, al burro se le dio por detenerse a beber agua, venía cargado por el lado derecho con un mochilón lleno de los complementos para los alimentos que no se producían en “La Palestina”, por el lado izquierdo; Carmelo, uno de los ayudantes, se las había ingeniado para amarrar una maquina de coser recién comprada con la que mi abuela Rosa pretendía remendar y hacer vestidos a mis tías, a mi madre y a mi abuelo; el jumento tenía la cabeza baja tragando sorbos de agua fresca cuando de pronto le llegó el olor de unas burras que estaban reposando bajo un frondoso árbol; alzó la mirada, rebuznó fuerte, se echó tres peos y salió corriendo tras las congéneres que emprendieron la huida; se trataba de un burro terco, no le importó llevar la pesada carga para iniciar una persecución en la cual fueron cayendo gavetas, rollos de tela, paquetes de compras y demás elementos comprados en la tienda de Rodolfo, mi abuelo por parte de mi papá.
Nosotros atónitos mirábamos el espectáculo emocionados, “El Morito” no se daba por vencido y a la distancia pudimos ver como consumaba sus ganas de sexo después de haber dejado un reguero de elementos en su afanado recorrido por alcanzar a la burra que se apartó del grupo para luego disminuir la carrera y esperar al ansioso perseguidor con la pausa característica del, “sin querer, queriendo”.
Mi abuela nos ordenó una espera y junto a los mayores del grupo se dedicaron a recoger las cosas que el desesperado burro había regado en el monte; cuando lo interceptaron estaba tranquilo, vino sumiso al lugar donde se le ajustó nuevamente la carga tras las lamentaciones de mi abuela por el maltrato de su nueva maquina de coser.
Fui creciendo y en el tiempo igual me di cuenta como “El Morito” perdía sus energías; una vez cuando ya estaba estudiaba secundaria, lo monté para ir a La Palestina, me di cuenta como él prefería la sombra en el camino, no se detuvo un instante en su rítmico andar, llegó al portón de la parcela y se estacionó para que yo pudiese abrir el cerrojo sin apearme, luego al cruzar la línea de entrada, nuevamente se acomodó para facilitarme la aplicación del pasador de la puerta; cuando escucho el chasquido, reanudó la marcha y llegamos a la estancia.
Al rato sentí unos golpes secos sobre la tierra, estaba sentado frente a mi tía Teresa y mire al burro; ella me dijo, “hay que quitarle el sillón”; lo hice ignorantemente y, por tratar de hacerlo mejor quise bañarlo en la acequia, de pronto escuche una voz que me dijo “los burros no se bañan, ellos se revuelcan solos”; entonces lo solté en el potrerito al lado de la casa. “El Morito” tranquilo se retiró un rato debajo de un carreto frondoso, bajó las orejas, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ahí aprendí que los burros duermen de pié, que nunca se quejan, no lloran, no muestran alegría ni tristezas, no se enamoran pero si sienten afecto, las hembras son las mejores madres, aprenden cosas y no se avergüenzan de ser burros.
Siendo un adulto, una tarde venía con Efer y Abdú; dos de mis hijos; ellos se entusiasmaron con el circo que acababa de llegar al pueblo; nos acercamos en el momento que estaban alimentando los leones, un burro joven sería el plato de ese día para los felinos. Los utileros trataban de hacer entrar al jumento a la jaula donde estaban las fieras rugiendo; la presa no se quejó, solo ponía resistencia para entrar, estaba lleno de temor; noté que se orinó de miedo en completo silencio.
Sentí odio por los que obligaban al animalito a entrar al sitio de muerte; llame a mis hijos a un lado para que no presenciaran la barbarie y solo supe que se había consumado el sacrificio cuando los leones dejaron de rugir; se estaban comiendo al burrito.
Lloré en mi soledad, si; me acordé de “El Morito”, de sus travesuras, paciencia, instinto y voluntad para transportar a quien subió en su lomo; hoy cuando recorro las carreteras de mi patria, también me acuerdo de él; ya no hay burros, ni adentro, ni afuera de los potreros, no se ven por ningún lado, pero ya no son los leones los que se comen a los burros; somos nosotros; si, nos los comemos en mortadelas y salchichones, si; somos nosotros, ya no hay circos en los pueblos, ni burros en los montes; ¿quienes más pueden ser?
(Cuento)
Por Rodrigo Rieder Durán
Algunas de las noches eran alumbradas por una luna plomiza; en el potrero se veían los mogotes de paja recortados por la mitad a causa de los mordiscos de quienes se alimentaban con las ásperas hojas. “El Morito”, era un burro de buena alzada, mi abuela lo recibido de su esposo Ulises, quien lo había traído de Guacochito a su regreso de La Jagua del Pilar donde mi tío abuelo Ciro, tenía una recua de bestias en el “Paso del Marquezote”.
“El Morito”, un haragañon versátil, recorría la guardarraya del potrero rebuznando cuando algunos viajeros de paso con sus animales cargados para el pueblo o para sus fincas, circulaban por el camino que pasaba por el frente de la casa de la parcela donde habían sembrados de toda clase de frutales y una acequia refrescaba el ambiente donde en muchas noches vi como se procesaba el jugo de la caña de azúcar y convertido en panelas, luego eran llevadas al mercado al lomo de “El Morito”.
Un domingo en la tarde regresábamos del pueblo y al pasar una acequiecita, al burro se le dio por detenerse a beber agua, venía cargado por el lado derecho con un mochilón lleno de los complementos para los alimentos que no se producían en “La Palestina”, por el lado izquierdo; Carmelo, uno de los ayudantes, se las había ingeniado para amarrar una maquina de coser recién comprada con la que mi abuela Rosa pretendía remendar y hacer vestidos a mis tías, a mi madre y a mi abuelo; el jumento tenía la cabeza baja tragando sorbos de agua fresca cuando de pronto le llegó el olor de unas burras que estaban reposando bajo un frondoso árbol; alzó la mirada, rebuznó fuerte, se echó tres peos y salió corriendo tras las congéneres que emprendieron la huida; se trataba de un burro terco, no le importó llevar la pesada carga para iniciar una persecución en la cual fueron cayendo gavetas, rollos de tela, paquetes de compras y demás elementos comprados en la tienda de Rodolfo, mi abuelo por parte de mi papá.
Nosotros atónitos mirábamos el espectáculo emocionados, “El Morito” no se daba por vencido y a la distancia pudimos ver como consumaba sus ganas de sexo después de haber dejado un reguero de elementos en su afanado recorrido por alcanzar a la burra que se apartó del grupo para luego disminuir la carrera y esperar al ansioso perseguidor con la pausa característica del, “sin querer, queriendo”.
Mi abuela nos ordenó una espera y junto a los mayores del grupo se dedicaron a recoger las cosas que el desesperado burro había regado en el monte; cuando lo interceptaron estaba tranquilo, vino sumiso al lugar donde se le ajustó nuevamente la carga tras las lamentaciones de mi abuela por el maltrato de su nueva maquina de coser.
Fui creciendo y en el tiempo igual me di cuenta como “El Morito” perdía sus energías; una vez cuando ya estaba estudiaba secundaria, lo monté para ir a La Palestina, me di cuenta como él prefería la sombra en el camino, no se detuvo un instante en su rítmico andar, llegó al portón de la parcela y se estacionó para que yo pudiese abrir el cerrojo sin apearme, luego al cruzar la línea de entrada, nuevamente se acomodó para facilitarme la aplicación del pasador de la puerta; cuando escucho el chasquido, reanudó la marcha y llegamos a la estancia.
Al rato sentí unos golpes secos sobre la tierra, estaba sentado frente a mi tía Teresa y mire al burro; ella me dijo, “hay que quitarle el sillón”; lo hice ignorantemente y, por tratar de hacerlo mejor quise bañarlo en la acequia, de pronto escuche una voz que me dijo “los burros no se bañan, ellos se revuelcan solos”; entonces lo solté en el potrerito al lado de la casa. “El Morito” tranquilo se retiró un rato debajo de un carreto frondoso, bajó las orejas, cerró los ojos y se quedó inmóvil. Ahí aprendí que los burros duermen de pié, que nunca se quejan, no lloran, no muestran alegría ni tristezas, no se enamoran pero si sienten afecto, las hembras son las mejores madres, aprenden cosas y no se avergüenzan de ser burros.
Siendo un adulto, una tarde venía con Efer y Abdú; dos de mis hijos; ellos se entusiasmaron con el circo que acababa de llegar al pueblo; nos acercamos en el momento que estaban alimentando los leones, un burro joven sería el plato de ese día para los felinos. Los utileros trataban de hacer entrar al jumento a la jaula donde estaban las fieras rugiendo; la presa no se quejó, solo ponía resistencia para entrar, estaba lleno de temor; noté que se orinó de miedo en completo silencio.
Sentí odio por los que obligaban al animalito a entrar al sitio de muerte; llame a mis hijos a un lado para que no presenciaran la barbarie y solo supe que se había consumado el sacrificio cuando los leones dejaron de rugir; se estaban comiendo al burrito.
Lloré en mi soledad, si; me acordé de “El Morito”, de sus travesuras, paciencia, instinto y voluntad para transportar a quien subió en su lomo; hoy cuando recorro las carreteras de mi patria, también me acuerdo de él; ya no hay burros, ni adentro, ni afuera de los potreros, no se ven por ningún lado, pero ya no son los leones los que se comen a los burros; somos nosotros; si, nos los comemos en mortadelas y salchichones, si; somos nosotros, ya no hay circos en los pueblos, ni burros en los montes; ¿quienes más pueden ser?
y al final que le paso al burro?
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